Luis Buero | |
Hay humores que matan
Mi tío solía decir que las mujeres lindas no tienen la obligación de ser simpáticas, pero las feas sí.
Tal vez sea cierto que los hombres se fijen primero en la apariencia exterior, y luego, si ella les dilata la pupila, es posible que se interesen por saber si la muñeca también habla y viene con inteligencia y buen carácter.
Pero bastarán unos minutos para que cualquier varón descubra que de nada sirve el paraíso si no le dejarán meter la llave en la puerta para entrar, o puede pasar que entre café y café intuya que a pesar del paisaje apacible que le están mostrando, sólo le esperará un ciclo de terremotos y tornados si decide instalarse en ese territorio.
Dicho de otra manera, el efecto hipnótico que produce la chica bella, pero triste y desamparada, que seduce con su supuesta vulnerabilidad, y que hace que cualquier nabo se sienta el Cid Campeador que la salva, tiene su tiempo. En cuanto se convierte en Demi Moore en Ghost , siempre sufriendo, le dejamos nuestro lugar en el sofá a su psicólogo y huimos.
En cambio la alegre, dicharachera, chistosa, la que no necesita beber una cerveza de más para reírse con ganas y nos regala ocurrencias insólitas, es irresistible. Puede tener pelos en las encías pero si nos promueve un par de horas de carcajadas legítimas... Se convierte en Cameron Díaz.
Ahora bien, Lucile Ball ya murió. Y hoy puede ser que de pronto alguna “mina piola y divertida” no nos agrade porque, en verdad, es una bruja destilando perlas de veneno, una lanzadora de cuchillos de ingenio destructivo . ¿Por qué? Porque el humor femenino se diferencia totalmente del masculino.
La comicidad del varón se basa en destacar los aspectos risibles de la vida cotidiana, sin apelar demasiado a la exageración. Pero ellas, en cambio, incurren en la sátira , en asociaciones mentales en las que la ironía se transforma en grotesco, y la reflexión en crítica mordaz.
Entonces viven iluminando, con su foco tajante, lo ridículo, paradójico, contradictorio, del otro, sin piedad. Lo usan para exponer su frustración.
Y sí, mientras los antiguos griegos (que inventaron la palabra democracia) definían la comedia, entretanto, en las colonias dominadas de la Roma imperial iba naciendo la farsa, el teatro de la burla hacia el poder, como intento de rebelión catártica, al menos desde el plano de lo intelectual.
Con las mujeres ocurre lo mismo. A veces su parodia se asienta en el chiste que minimiza a su eterno opresor, el hombre. Y se basa en desmitificar sus supuestos atributos de proveedor económico, protector y gran amante, aún sabiendo que esas virtudes, todas juntas, solo siguen viviendo en alguna historieta de ciencia-ficción. En su mordacidad, en síntesis, no encuentro la sonrisa sutil de La Gioconda sino, en cambio, me topo con El Grito, el cuadro de Evdard Munch en el que una persona sólo puede esgrimir una expresión de horror. Y no causa gracia.
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